sábado, 10 de diciembre de 2011

Cuento El Fardo / Poesía Los Motivos del Lobo

El fardo

Rubén Darío

Allá lejos, en la línea, como trazada por un lápiz azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardias pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas, dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado, que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.

Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.

-¡Eh, tío Lucas! ¿Se descansa?

-Sí, pues, patroncito.

Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entablar con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña.

Yo veía con cariño a aquel viejo, y le oía con interés sus relaciones, así todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencia para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casado, y tuvo un hijo y...

Y aquí el tío Lucas:

-¡Sí, patrón, hace dos años que se me murió!

Aquellos ojos chicos y relumbrantes bajo las cejas grises y peludas, se humedecieron entonces.

¿Que cómo se murió? En el oficio, por darnos de comer a todos: a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.

Y todo me lo refirió al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían de brumas y la ciudad encendía sus luces; él, en la piedra que le servía de asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja, y de estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios pantalones arremangados hasta el tobillo.

El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a la escuela desde grandecito; pero ¡los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho"

El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.

Su mujer llevaba la maldición del vientre de los pobres: la fecundidad. Había, pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar qué comer, a buscar harapos, y para eso, quedar sin alientos y trabajar como un buey.

Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle su industria; pero como entonces era tan débil, casi un armazón de huesos, y en el fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo y volvió al conventillo. ¡Ah, estuvo muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivía en uno de esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas, en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas, alumbrada de noche por escasos faroles, y en donde resuenan en perpetua llamada a las zambras de echacorvería, las arpas y los acordeones, y en ruido de los marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías, a emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Sí! entre la podredumbre, al estrépito de las fiestas tunantescas; el chico vivió, y pronto estuvo sano y en pie.

Luego llegaron sus quince años.

El tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo pescador.

Al venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían a la costa con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades de la neblina, cantando en baja voz algún "triste", y enhiesto el remo triunfante que chorreaba espuma.

Si había buena venta, otra salida por la tarde.

Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña embarcación, sufrían en el mar la locura de la ola y del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca y todo se fue al agua, y se pensó en librar el pellejo. Luchaban como desesperados por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero una racha maldita los empujó contra una roca, y la canoa se hizo astillas. Ellos salieron sólo magullados, ¡gracias a Dios! como decía el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos lancheros.

¡Sí! lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras; colgándose de la cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro del macizo pescante que semeja una horca; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle al vapor y del vapor al muelle; gritando: ¡hiiooeep! cuando se empujan los pesados bultos para engancharlos en la uña potente que los levanta balanceándolos como un péndulo. ¡Sí! lancheros; el viejo y el muchacho, el padre y el hijo; ambos a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos ganando su jornal, para ellos y para sus queridas sanguijuelas del conventillo.

Reclutabanse todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos groseros y pesados que se quitaban al comenzar la tarea, tirándolos en un rincón de la lancha.

Empezaba el trajín, el cargar y el descargar. El padre era cuidadoso: -¡Muchacho, que te rompes la cabeza! ¡Que te coge la mano el chicote! ¡Que te vas a perder una canilla!-. Y enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas palabras de obrero viejo y de padre encariñado.

Hasta que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el reumatismo le hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.

¡Oh! Y había que comprar medicinas y alimentos; eso, sí.

-Hijo, al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado.

Y se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena diaria.

Era un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle rodaban los carros sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la gran confusión del trabajo que da vértigo; el son del hierro, traqueteos por doquiera, y el viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo.

Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas con otros lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha repleta de fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga cadena que remata en un garfio, sonando como una matraca al correr con la roldana; los mozos amarraban los bultos con una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el garfio, y entonces éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un badajo, en el vacío.

La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando en cuando la embarcación colmada de fardos. Éstos formaban una a modo de pirámide en el centro. Había uno muy pesado, muy pesado. Era el más grande de todos, ancho, gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre él, era pequeña figura para el grueso zócalo.

Era algo como todos los prosaísmos de la importación envueltos en lona y fajados con correas de hierro. Sobre sus costados, en medio de líneas y triángulos negros, había letras que miraban como ojos. -Letras en "diamante"- decía el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando menos, linones y percales.

Sólo él faltaba.

-¡Se va el bruto! -dijo uno de los lancheros.

-¡El barrigón! -agregó el otro.

Y el hijo de Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir a cobrar y desayunarse, anudándose un pañuelo a cuadros al pescuezo.

Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran lazo al fardo, se probó si estaba bien seguro, y se gritó: -¡Iza!- mientras la cadena tiraba de la masa chirriando y levantándola en vilo.

Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso fardo, se zafó del lazo, como de un collar holgado saca el perro la cabeza; y cayó sobre el hijo del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran bulto quedó con los riñones rotos, el espinazo desencajado y echando sangre negra por la boca.

Aquel día no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho destrozado, al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería de la mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver al cementerio.

Me despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta, en tanto que una brisa glacial, que venía de mar afuera, pellizcaba tenazmente las narices y las orejas.



LOS MOTIVOS DEL LOBO



El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
¡el lobo de Gubbia, el terrible lobo!
Rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel, ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertos y daños.

Fuertes cazadores armados de hierros
fueron destrozados. Los duros colmillos
dieron cuenta de los más bravos perros,
como de cabritos y de corderillos.

Francisco salió:
al lobo buscó
en su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
enorme, que al verle se lanzó feroz
contra él. Francisco, con su dulce voz,
alzando la mano,
al lobo furioso dijo: "¡Paz, hermano
lobo!" El animal
contempló al varón de tosco sayal;
dejó su aire arisco,
cerró las abiertas fauces agresivas,
y dijo: "!Está bien, hermano Francisco!"
"¡Cómo! exclamó el santo. ¿Es ley que tú vivas
de horror y de muerte?
¿La sangare que vierte
tu hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los campesinos, el grito, el dolor
de tanta criatura de Nuestro Señor,
no han de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?"

Y el gran lobo, humilde: "¡Es duro el invierno,
y es horrible el hambre! En el bosque helado
no hallé qué comer; y busqué el ganado,
y en veces comí ganado y pastor.
¿La sangre? Yo vi más de un cazador
sobre su caballo, llevando el azor
al puño; o correr tras el jabalí,
el oso o el ciervo; y a más de uno vi
mancharse de sangre, herir, torturar,
de las roncas trompas al sordo clamor,
a los animales de Nuestro Señor.
¡Y no era por hambre, que iban a cazar!"

Francisco responde: "En el hombre existe
mala levadura.
Cuando nace, viene con pecado. Es triste.
Mas el alma simple de la bestia es pura.
Tú vas a tener
desde hoy qué comer.
Dejarás en paz
rebaños y gente en este país.
¡Que Dios melifique tu ser montaraz!"

"Esta bien, hermano Francisco de AsIs."
"Ante el Señor, que toda ata y desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata."
El lobo tendió la pata al hermano
de Asís, que a su vez le alargó la mano.

Fueron a la aldea. La gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero,
y, bajo la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un cordero.

Francisco llamó la gente a la plaza
y allí predicó.
Y dijo: "He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
me juró no ser ya vuestro enemigo,
y no repetir su ataque sangriente.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
a la pobre bestia de Dios." "¡Así sea!",
Contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
de contentamiento,
movió la testa y cola el buen animal,
y entró con Francisco de Asís al convento.

Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo
en el santo asilo.
Sus bastas orejas los salmos oían
y los claros ojos se le humedecían.
Aprendió mil gracias y hacía mil juegos
cuando a la cocina iba con los legos.
Y cuando Francisco su oración hacía,
el lobo las pobres sandalias lamía.
Salía a la calle,
iba por el monte, descendía al valle,
entraba a las casas y le daban algo
de comer. Mirábanle como a un manso galgo.

Un día, Francisco se ausentó. Y el lobo
dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,
desapareció, tornó a la montaña,
y recomenzaron su aullido y su saña.

Otra vez sintióse el temor, la alarma,
entre los vecinos y entre los pastores;
colmaba el espanto en los alrededores,
de nada servían el valor y el arma,
pues la bestia fiera
no dió treguas a su furor jamás,
como si estuviera
fuegos de Moloch y de Satanás.

Cuando volvió al pueblo el divino santo,
todos los buscaron con quejas y llanto,
y con mil querellas dieron testimonio
de lo que sufrían y perdían tanto
por aquel infame lobo del demonio.

Francisco de Asís se puso severo.
Se fué a la montaña
a buscar al falso lobo carnicero.
Y junto a su cueva halló a la alimaña.

"En nombre del Padre del sacro universo,
conjúrote dijo, ¡oh lobo perverso!,
a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?
Contesta. Te escucho."

Como en sorda lucha, habló el animal,
la boca espumosa y el ojo fatal:

"Hermano Francisco, no te acerques mucho...
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.

Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguía tus sagradas leyes,
todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así, me apalearon y me echaron fuera.
Y su risa fué como un agua hirviente,
y entre mis entrañas revivió la fiera,
y me sentí lobo malo de repente;
mas siempre mejor que esa mala gente.
Y recomencé a luchar aquí,
a me defender y a me alimentar.
Como el oso hace, como el jabalí,
que para vivir tienen que matar.
Déjame en el monte, déjame en el risco,
déjame existir en mi libertad,
vete a tu convento, hermano Francisco,
sigue tu camino y tu santidad."

El santo de Asís no le dijo nada.
Le miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos,
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: "Padre nuestro, que estás en los cielos..."


lunes, 5 de diciembre de 2011

lectura de lunes


El maestro del modernismo

Por Roberto González Echevarría

La editorial Penguin acaba de lanzar al mercado de habla inglesa una dudosa antología de Rubén Darío: el poeta definitivo de la lengua después del Siglo Oro. Aprovechando la enmienda de las más garrafales miserias de esa edición, González Echevarría visita al clásico nicaragüense y le devuelve su estatura.

En la poesía española hay un antes y un después de Rubén Darío. Fue el primer gran poeta desde el Siglo de Oro, el de Garcilaso, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Góngora, Quevedo y Sor Juana. Y a pesar de la abundancia de poetas surgidos en el siglo XX a ambos lados del Atlántico –García Lorca, Alberti, Salinas, Cernuda, Neruda, Vallejo, Paz, Palés Matos, Lezama Lima, etc.– la dimensión que Darío alcanzó no ha sido superada. Fue el líder de una revolución literaria que se expandió a lo largo del mundo hispanohablante y transformó todos los géneros literarios, no sólo la poesía. Del mismo modo que Garcilaso modernizó el verso castellano al imprimirle las formas y el espíritu italianos durante el siglo XVI, Darío condujo la literatura en lengua española a la modernidad al incorporarle los ideales estéticos y las ansiedades del Parnasianismo y del Simbolismo franceses. Ambos, Garcilaso y Darío, llevaron a cabo las más profundas revoluciones del verso castellano, pero ninguno de los dos es conocido fuera del mundo hispanohablante, excepto en los círculos de hispanistas. Sus obras no “viajan” bien, particularmente al mundo de habla inglesa, en donde son prácticamente desconocidas.

El caso de Darío es más desconcertante que el de Garcilaso (1501-1536); a éste bien podemos dejarlo en las bibliotecas junto a Petrarca, Ronsard y Spencer, pero Darío es casi nuestro contemporáneo. Garcilaso ha sido tan completamente asimilado que es fácil ignorar su presencia en poetas como Paz y Neruda, por ejemplo. Las innovaciones de Darío, su estilo y peculiaridades son tan contemporáneas como las polémicas que su obra ha suscitado entre poetas, profesores y críticos. El Modernismo, movimiento que Darío fundó, tuvo un tremendo impacto en todos los niveles de la cultura hispana, desde la decoración de interiores y el diseño de muebles hasta la ropa. Incluso puede decirse que la voz de Darío aún llega a nosotros entreverada en canciones populares. Más que un poeta nicaragüense o hispanoamericano, Darío fue por excelencia el poeta de la lengua española y la primera figura literaria realmente célebre en la historia de las letras hispanas. España e Hispanoamérica reconocieron su voz poética como la más original y moderna surgida hasta entonces.

Darío publicó su primera colección de textos, Azul..., en 1888. Tenía veintiún años y vivía en Valparaíso, Chile, donde había llegado dos años antes en busca de horizontes más amplios que los centroamericanos. Azul..., un libro de apenas 134 páginas, estaba destinado a convertirse en obra fundamental tanto por su poesía como por su prosa. El éxito que alcanzó es prueba de lo imprevisible que puede llegar a ser la historia literaria. Azul... se publicó en edición del propio autor, quien era prácticamente desconocido y en una ciudad portuaria vibrante y culta, pero alejada de los centros de actividad literaria de España y Latinoamérica: Madrid, México y Buenos Aires. Walter Benjamin dijo que París era la capital del siglo XIX y esto no fue menos cierto para los poetas, intelectuales, diplomáticos y exiliados del fragmentado mapa latinoamericano, que a pesar de tener grandes ciudades, carecía de un centro natural, tal como Nueva York en Estados Unidos y París en Europa. Cierto que en 1846, América poética, la primera antología de poesía hispanoamericana, había sido publicada en Valparaíso por el argentino Juan María Gutiérrez, pero la ciudad portuaria no era París, ni siquiera Madrid.

La reacción inicial al libro de Darío fue hostil. El gran pensador y poeta Miguel de Unamuno dijo en un principio que a Darío le asomaba una pluma bajo el sombrero, lo cual era una referencia despectiva a la mezcla racial del nicaragüense. Por su parte Marcelino Menéndez y Pelayo, el historiador y crítico literario de lengua española más influyente de todos los tiempos, cerró su Historia de la poesía hispanoamericana (la primera que se conoce) justo en 1880, cuando el Modernismo y Rubén Darío se aprestaban a dejar su huella en la literatura. Francófobo, Menéndez y Pelayo no veía con buenos ojos el amor de Darío por la poesía y la cultura francesas. Por fortuna Darío había tenido la audacia de enviar Azul... al también influyente crítico español Juan Valera, quien además de ser escritor era un notable crítico y miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Con dos cartas sobre Azul... que más tarde se publicarían a modo de prólogo en ediciones posteriores, Valera le dio al joven escritor el espaldarazo definitivo. Sus cartas puntualizaron todo cuanto era relevante en Azul..., de manera que los comentarios y críticas subsecuentes en cierta forma han sido glosas de aquéllas. Y aunque también Valera vio con cierta ojeriza las apropiaciones francesas de Darío, supo reconocer el genio del nicaragüense y le predijo un brillante futuro. El suyo fue un respaldo definitivo porque Valera estaba sólidamente asentado en el mundo de las letras hispanas.

Otro factor fundamental en el rápido ascenso de Darío, y en su carrera itinerante como embajador de la poesía modernista, fueron los nuevos medios de comunicación: el barco de vapor, el cable trasatlántico y la proliferación de periódicos. Algunos de ellos, como El Mercurio de Chile –que figuraba entre los más influyentes y de mejor calidad–, difundieron el arte y la cultura con una rapidez sin precedentes. Los escritores hispanoamericanos se pusieron en contacto entre sí incluso desde los más lejanos rincones de América. Además, ahora podían encontrarse en París y darse cuenta de que sus obras eran parte de una literatura continental que trascendía las peculiaridades nacionales de sus propios países. Y todo gracias a los barcos de vapor, al creciente comercio entre las naciones hispanoamericanas y entre éstas y el resto del mundo. Los viajes de Darío y la circulación de sus libros le deben mucho a la nueva tecnología y a una modernización que su poesía indudablemente reflejó, incluso en su afición a la literatura francesa, algo que el nicaragüense compartía con los artistas hispanoamericanos de entonces y de hoy. Azul... apareció en un pequeño lugar justo cuando el mundo empezaba a volverse pequeño.

Rubén Darío nació en Metapa, un pueblo nicaragüense llamado ahora Ciudad Darío. Sus padres lo bautizaron Félix Rubén García Sarmiento y, como él valientemente lo admitió, por sus venas corría sangre india y negra. Después cambió su nombre por el más breve y sonoro de Rubén Darío, asimilando un patronímico que su padre había usado y que, por supuesto, tenía connotaciones clásicas. Criado en León, una ciudad política e intelectualmente activa, adquirió una vasta y profunda cultura durante su infancia y adolescencia. Pronto se familiarizó con los escritores franceses, tanto las grandes figuras como los de menor resonancia. A través de sus lecturas aprendió el suficiente francés como para escribir poemas pasables en esa lengua. Su conocimiento de la poesía española era prodigioso. Darío fue un Mozart de la poesía. Tomás Navarro Tomás, el más consumado experto en versificación española, nos ofrece las siguientes estadísticas tras hacer un estudio de la obra poética de Darío: 37 diferentes metros y 136 tipos de estrofas. Algunos metros y formas rítmicas del poeta fueron de su propia invención.

A pesar de vivir en la periferia del mundo, Darío era extraordinariamente culto. La razón debe buscarse en la uniformidad lingüística y cultural impuesta en el imperio español por los Reyes Católicos y sus sucesores, así como en el avance del comercio y las comunicaciones del XIX. El imperio español, organizado como una vasta burocracia, favorecía la escritura y el aprendizaje con el fin de promover su ortodoxia cultural y religiosa. Si bien el costo de esta política fue alto, los beneficios también fueron considerables, dado que a través de la escritura todo súbdito se sentía conectado con los centros de poder y enseñanza: España y los virreinatos de México y Perú. Ya en el siglo XIX, junto al comercio y las comunicaciones, los modernos imperios (Inglaterra y Francia) trajeron a Latinoamérica toda clase de novedades, entre ellas libros que ahora podían leerse sin las restricciones impuestas por la corona española antes de la independencia. Darío había empezado a escribir versos a la edad de doce años, pero su carrera de escritor comenzó realmente en Chile, un próspero país cuya elite intelectual y artística reconoció inmediatamente su talento.

¿Por qué fue Azul... tan influyente? En un estilo preciosista, a través de poemas y cuentos, Azul... invocaba el mítico mundo de hadas, princesas y artistas incomprendidos que perseguían un ideal estético, un ideal de belleza capaz de restaurar la unidad y armonía del universo. Tal fue la misión del arte que Darío abrazó con fervor religioso. Aunque era católico indagó en el ocultismo y en otras tendencias del fin de siglo, según lo señala Cathy Jrade en su importante libro Rubén Darío and the Romantic Search for Unity: The Modernist Recourse to Esoteric Tradition (Rubén Darío y la búsqueda de la unidad romántica: el recurso modernista de la tradición esotérica, FCE, 1986 ). Los artistas de Azul... son personajes cuyos propósitos o anhelos resultan siempre frustrados debido a su inevitable asociación con absurdos y decadentes aristócratas. Hay por lo tanto una fractura entre el ideal al que Darío aspira y la posibilidad de alcanzarlo. De ahí los tonos melancólicos de su poesía. Sin embargo no hay rupturas en la realización del poema o de la prosa. Ambas están depuradas de vulgaridades y lugares comunes, y llevan las formas poéticas a niveles inimaginables de perfección. El castellano nunca había sido escrito de esa manera. Pero con todo y esa perfección hay en Darío un tono vacilante, de anhelo y hasta de duda de sí y de su arte. Por eso elige el cisne como emblema de su arte poética: en él se combinan la pureza artística atribuida a su forma y a sus blancas plumas con el añorante signo de interrogación que su cuello dibuja. Darío utilizó ampliamente la mitología griega, la precolombina, y la historia occidental. La cultura, mucho más que la realidad interior o la circundante, es el punto de partida de su obra.

Si todo esto parece anticuado, consideremos el cuento de Gabriel García Márquez “La prodigiosa tarde de Baltasar”. Un artesano construye una hermosa pajarera a solicitud de un niño y una vez hecha, los padres rehúsan pagarla. Baltasar termina borracho y tirado en medio del camino. Es el mismo problema del artista en Azul... En el cuento “El rey burgués’’, por ejemplo, el poeta es abandonado en el jardín para que muera de frío mientras da vueltas a la manivela de su caja de música. Y todo para que sus mecenas se diviertan. El orden temporal y autárquico de Cien años de soledad, así como su elaborado sistema de correspondencias son remanentes de la estética modernista iniciada por Darío, al igual que la prosa barroca de Alejo Carpentier y el exquisito tramado en la cuentística de Borges. Con respecto a los poetas, sería muy difícil encontrar uno solo en lengua española que no haya sido influido por el nicaragüense.

La obra poética de Darío se desplegó en dos períodos. El primer Darío, el escritor esteticista y el segundo –para usar un cliché–, el Darío “profundo”, más reflexivo, imagen invertida del primero, como si se mirara en un espejo cóncavo. Según los primeros estudiosos de Darío, la segunda etapa empieza con el verso inicial del primer poema de Cantos de vida y esperanza (1905): “Yo soy aquel que ayer no más decía”. En castellano este verso se ha convertido en una nostálgica forma de decir que ya no somos lo que éramos. La autocrítica presente en la primera estrofa de “Yo soy aquel…” llevó a muchos a creer en dos Daríos, uno cautivado por vacías pirotécnicas verbales y el otro acosado por inquietudes artísticas y existenciales. Tal postura ya no tiene validez ante la crítica. Si bien es cierto que Darío cargaba con el peso de su propio éxito y de su fama, los Cantos de vida y esperanza sólo estaban haciendo explícito lo que en libros anteriores aparecía implícito: su angustia ante un universo absurdo, la fútil búsqueda de un ideal estético y la inevitable necesidad de perseguirlo sin descanso, la ilusoria y engañosa naturaleza del lenguaje, la sensación de vacío interior, y la decepcionante consecución del amor erótico. Los dos Daríos fueron en realidad uno sólo que con diferentes códigos y convenciones poéticas expresaba lo mismo. El realmente nuevo Darío apareció en su última poesía, cuando los poemas adquirieron un tono más político y reflejaron un nuevo sentido de autoridad que ahora acreditaba al poeta para hablar en nombre del mundo hispano. Esto resulta evidente en Canto a la Argentina, un poema largo que anuncia el Canto general de Neruda. Pero en 1905 las ideas políticas de Darío eran tan sólo una prolongación de sus nociones en torno al lenguaje y el arte. De ningún modo reflejaban una nueva ideología.

Hubo que esperar hasta la guerra del 98 para que las ideas políticas de Darío y el Modernismo empezaran a cuajar. Si bien los modernistas aplaudieron la independencia de Cuba, Puerto Rico y otras colonias del ya desmoronado imperio español, también empezaron a preocuparse seriamente por el surgimiento de los Estados Unidos como nuevo poder imperial. Los Estados Unidos habían vencido a España, pero al desairar al ejército cubano de liberación, excluyéndolo de la victoria, atrofiaron el crecimiento político e independiente de la isla. Darío y el resto de los modernistas percibían que ante el expansionismo estadounidense el mundo hispano estaba desamparado política y culturalmente. Aquellos países del continente americano cuyos orígenes culturales y religiosos podían trazarse hasta Roma y la latinidad serían conquistados y colonizados por un imperio anglosajón y protestante cuyo pragmatismo lo instaba exclusivamente a producir progreso material. Fue José Enrique Rodó, no Darío, quien enérgicamente articuló esta preocupación en 1900, en su ensayo Ariel, el más influyente de cuantos se han escrito en Latinoamérica. Rodó, un modernista uruguayo admirador de Darío, sostenía en su ensayo que los países latinos debían permanecer fieles a su cultura común, y a la civilización del espíritu (de ahí el nombre de Ariel), que en oposición a los Estados Unidos, valoraban el arte y el buen gusto más que el crecimiento económico y el consumo. Darío se hace eco de esta posición al escribir poemas tales como “A Roosevelt”, donde habla en nombre de una América que “aún reza a Jesucristo y aún habla en español”. Ese “aún” pone de manifiesto sus temores con respecto al futuro latinoamericano, para el que Estados Unidos se perfilaba como el “futuro invasor”.

Los poetas hispanohablantes de la siguiente generación rechazaron al primer Darío a favor del segundo, de un lenguaje y una prosodia más naturales. Pero con el paso del tiempo la mayoría reconoció su error y acabó rindiéndose ante el Darío musical de “Sonatina”. No existe poeta en lengua española sobre quien los mismos escritores hayan producido tantos ensayos. Poetas tan importantes como Cernuda (1902-1963) y Gastón Baquero (1918-1997), por ejemplo, se refirieron burlonamente al primer Darío, pero al hacerlo le reconocieron tanto mérito por sus hallazgos poéticos que acabaron acrecentando su fama. Gastón Baquero, un poeta cubano practicante de la “poesía pura” tuvo que declarar que en Darío “surgió un sentido de la dignidad estética del poema en sí como construcción cuidadosa, llena de decoro, que nadie podía abolir”. A pesar todo lo que resulta efímero en la producción de Darío, Gastón Baquero afirmó que “toda la creatividad y el futuro de la literatura están latentes en él”. La crítica bien podría descarnar el cuerpo de Darío, “pero al llegar a los puros huesos nos encontraríamos con que éstos eran de diamante”. Por su parte, Cernuda dijo que Darío, como sus antepasados nativos del Nuevo Mundo, se dejaba embaucar por los europeos al cambiarles su oro por un puñado de baratijas relucientes. Y es que, según Cernuda, había tomado de Francia la tendencia a valorar las cosas, no por lo que eran, sino por lo que otros habían afirmado sobre ellas y su valor. Ese mismo Cernuda, sin embargo, escribió un inteligentísimo ensayo sobre Darío, quizás a modo de exorcismo personal. Pedro Salinas (1891-1951), otro importante poeta español, escribió un libro sobre Darío, al igual que su compatriota, el premio Nobel Juan Ramón Jiménez (1881-1958). Por su parte Octavio Paz escribió “El caracol y la sirena”, uno de los más hermosos y perspicaces ensayos que se conocen sobre el nicaragüense. Sin duda Rubén Darío es reconocido hoy en día como un clásico, pero sólo en lengua española.

Concebida y elaborada con descuido, la antología de verso y prosa Rubén Darío, Selected Writings será poco útil para difundir la obra del nicaragüense y mejorar su reputación en el mundo anglohablante. La edición y el prólogo están a cargo de Ilan Stavans, profesor de literatura y cultura hispanoamericanas en Amherst College. El apartado de poesía es particularmente deficiente ya que no incluye algunos de los más importantes poemas de Darío y está organizado en forma poco esclarecedora. Abandona la usual disposición cronológica de los poemas para tratar de seguir la división temática que Darío hizo antes de su muerte. Lejos de ayudarnos a percibir la evolución de su poesía, el orden temático hace que los poemas aparezcan como descontextualizados o surgidos en el vacío. Las subdivisiones están tituladas con versos de un poema cuya traducción es particularmente desastrosa. Además de ser torpes, las traducciones de Greg Simon y Steven White contienen errores elementales que van más allá de las típicas disputas sobre la selección de palabras. Por ejemplo, en el poema “Yo soy aquel que ayer no más decía…”, el ver-so donde Darío se autodescribe como “muy siglo diez y ocho” (queriendo decir que sus gustos eran muy de ese siglo) ha sido inexplicablemente traducido como “and those that come from the eighteen century”, cuyo significado literal es: “y esos que vienen del siglo XVIII”. Un error de otro tipo es el que se encuentra en el “Coloquio de los centauros”, poema capital del que sólo se traduce una estrofa, en un verso que dice “cada hoja de cada árbol canta su propio cantar”. Simon y White traducen: “Each leaf on the trees sings with its own goal” (literalmente: “cada hoja de los árboles canta con su propia meta”). ¿Hojas con metas? En este terrible ensamblaje de palabras se pierden completamente el ritmo y la repetición de sonidos del original, y lo que es peor, no traduce el sentido del verso español. Sería penoso compilar todos los errores de traducción de esta antología, cuya característica más evidente es la de ser antipoética. Y traducir de manera antipoética es lo peor que puede hacérsele a un poema de Darío. Stavans afirma en su prólogo que Selected Writings es “la más ambiciosa tentativa por naturalizar la poesía de Darío en inglés”. Se equivoca porque hay mejores trabajos, el más reciente de 2004. En 1965, el talentoso traductor Lysander Kemp publicó Selected Poems of Rubén Darío con un extraordinario ensayo introductorio de Octavio Paz. La edición en rústica salió en 1988. En lo que se refiere a la poesía de Darío, el lector estaría mejor servido si recurriera a la versión de Kemp.

Quizás el único aporte valioso del libro es la traducción de la prosa, a cargo de Andrew Hurley. Aunque su trabajo no es brillante (y Darío casi siempre lo es) y aunque no estamos ante uno de los mejores traductores del español al inglés (Gregory Rabassa, Edith Grossman, Margaret Sayers Peden, Esther Allen y Sarah Arvio, por ejemplo), puede decirse que la versión de Hurley es fidedigna y concienzuda.

La introducción de Stavans carece de credibilidad y rigor académico: está llena de clichés (“Darío es un hombre de todas las épocas”), no apunta una sola idea que llame a la reflexión y no hace justicia a la considerable cantidad de crítica que hay sobre Darío. Como algunas de las traducciones, su introducción contiene errores básicos y risibles. Por ejemplo, el famoso verso de Enrique González Martínez en el que se anima a los poetas a “torcerle el cuello al cisne”, es decir, a apartarse del estilo de Darío, Stavans se lo atribuye Manuel Gutiérrez Nájera. También afirma de manera absurda que en “Latinoamérica no ha existido el Romanticismo per se”. Éste es un error elemental que Stavans podría haber evitado si hubiera consultado cualquier historia de la literatura latinoamericana o a cualquiera de los críticos a los que ridiculiza con su gratuita y ridícula arrogancia basada en no sé qué autoridad. Stavans llega hasta el punto de afirmar que la salud de Darío empeoró rápidamente en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Pero el poeta llevaba dos años muerto en 1918, cuando la guerra terminó. Su salud, por cierto, no podía haber empeorado mucho más después de la guerra.

Hay poetas destinados a permanecer dentro de los límites de las lenguas en las que se expresan. Debido a todos sus errores, la antología Rubén Darío: Selected writings no podrá ayudar a Darío a conjurar este destino. ~

– Traducción de Amelia Mondragón